Hace
dos días, la ciudad de Guadalajara y buena parte de los estados de
Jalisco y Colima se vieron al borde del colapso vial durante varias
horas, luego de que presuntos delincuentes realizaron bloqueos con
vehículos robados e incendiados en 22 puntos de la zona metropolitana y
municipios aledaños. Inicialmente, se informó que esos hechos fueron una
supuesta represalia del llamado Cártel de Jalisco Nueva Generación
(CJNG) por la aparente detención, ese mismo día, de uno de sus líderes,
Nemesio Oceguera, alias “El Mencho” (luego resultó que no había sido
detenido).
Como recordarán mis cinco lectores habituales, esa
práctica fue una innovación táctica de los Zetas en Nuevo León en 2010 y
gradualmente se ha ido extendiendo a otras partes del territorio
(Tamaulipas, Michoacán, Jalisco, Zacatecas, etc.). Pero curiosamente,
conforme se ha vuelto más común en más regiones del país, las
interrupciones armadas del tráfico se han erradicado casi por entero en
Monterrey. En esa ciudad, no se ha registrado un sólo narcobloqueo desde
el 24 de febrero de este año.
¿Por qué? ¿Qué ha sucedido en
Monterrey? No lo sé de cierto, pero permítanme una especulación: en
Nuevo León, las autoridades de los tres niveles de gobierno dieron con
una respuesta estratégica eficaz a un problema que era irresoluble desde
el punto de vista táctico. Suena rimbombante, pero en realidad es muy
sencillo. Crearon desde 2010, pero con más vigor en 2011, unos llamados
“grupos antibloqueos“, compuestos por efectivos de diversas
corporaciones y cuya misión era liberar con grúas las vialidades
bloqueadas.
Para entender porque es importante la medida, es
necesario comprender la lógica de los narcobloqueos. Al interrumpir el
tránsito vial en una ciudad o una carretera, los delincuentes
probablemente persigan tres objetivos (no mutuamente excluyentes): 1)
dificultar el movimiento de las fuerzas de seguridad cuando hay un
operativo o enfrentamiento en curso, 2) distraer personal de las
policías o de las fuerzas armadas de donde se ubica la acción principal
(el operativo de captura, el enfrentamiento, el intento de fuga, etc.), ó
3) tomar represalia en contra de la autoridad (por una detención, un
cateo, un enfrentamiento, etc.), mostrándola incapaz e impotente frente a
la ciudadanía.
Los narcobloqueos no requieren mucho esfuerzo: en
una vialidad altamente transitada, unos cuantos tipos armados bajan a
conductores de sus vehículos (si son camiones, mejor), los voltean para
bloquear el tráfico (u obligan al conductor a hacerlo), ponchan las
llantas o se llevan las llaves, y se van a otro punto para repetir la
maniobra (en algunas localidades, pero no en Monterrey, le prenden fuego
a los vehículos). Todo el procedimiento no toma más de unos cuantos
minutos. Tampoco implica mucho riesgo: los pistoleros pueden tener la
mala suerte de toparse con la policía, las fuerzas armadas o algún rival
mientras realizan el bloqueo, pero por lo regular salen impunes.
Esas
acciones son una pesadilla para las autoridades: es imposible proteger
todas las vialidades todo el tiempo, el elemento sorpresa juega siempre a
favor de los delincuentes y unos cuantos bloqueos bien ubicados pueden
tener efectos devastadores sobre una ciudad o una región entera. Sin
embargo, tienen un punto débil: el éxito de la maniobra depende de que
las vialidades no sean liberadas rápidamente. Si la autoridad puede
garantizar que las barricadas serán desmontadas en un tiempo
relativamente corto, no tiene sentido para los grupos criminales
arriesgar personal (o siquiera distraerlo de otras tareas) en algo que
no va generar más que molestias leves.
Eso es tal vez lo que
lograron los grupos antibloqueos en Monterrey: alterar en el margen el
cálculo de riesgo y recompensa de los delincuentes. Al comprometerse a
liberar rapidamente las vialidades (según algunas notas, en los últimos
bloqueos, los obstáculos fueron retirados en plazos de 15 a 40 minutos y
no luego de varias horas, como sucedía al principio) y avalar ese
compromiso con recursos suficientes, los bloqueos pueden haber perdido
atractivo para los delincuentes. Nótese que los niveles de riesgo y
esfuerzo asociados con los bloqueos no se modificaron: lo que pudo haber
cambiado fue la recompensa.
De seguro esta no es la explicación
completa, pero no me suena descabellado suponer que la política de
liberar rápidamente las vialidades jugo un papel en la virtual
erradicación de los narcobloqueos en Monterrey. De ser así, sería una
gran lección sobre la importancia de pensar y comunicar con sentido
estratégico. Las autoridades no pueden proteger a todas las personas
todo el tiempo de todas las formas posibles de delito, pero si pueden
tomar medidas que modifiquen en el margen el cálculo (imperfecto) de los
delincuentes y prevengan algunos hechos paticularmente nocivos para la
vida cotidiana.
Tal vez otras ciudades u estados no tengan los
recursos suficientes para hacer lo que hizo Monterrey, pero hay otras
cosas que pueden hacer. Pueden, por ejemplo, comprometerse a cerrar
giros negros o narcotienditas en caso de un bloqueo. O a realizar un
operativo de limpieza en cárceles estatales. O cerrar calles en zonas
donde operen los grupos agresores. O solicitarle al gobierno federal el
traslado de reos vinculados al grupo bloqueador a penales federales. O
bien su extradición acelerada, si hay procesos en curso. Y lo mismo vale
para una masacre, una agresión contra policías, un atentado contra
periodistas, etc. (y antes de que pregunten, hay maneras de enviar
mensajes que no requieren comunicados de prensa).
Posibilidades
hay por montones, una vez que se deja atrás el plano táctico y se
empieza a pensar en las motivaciones, restricciones e incentivos de los
delincuentes. No son calculadoras ambulantes, midiendo a cada paso los
riesgos y recompensas, pero tampoco son bestias salvajes que se guían
por puro instinto: como la mayoría de los humanos, cambian su
comportamiento cuando cambian las circunstancias. Y, a veces, no es
tanto lo que tiene que pasar para que mucho se transforme. A veces,
bastan unas cuantas grúas y la disposición firme de usarlas.
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